(XXI) Carisma de los monjes ermitaños de san Jerónimo según los Estatutos y Ordinario escritos por fray Lope de Olmedo
El estudio
de los Estatutos y el Ordinario nos ayuda a bosquejar el modelo monástico
jerónimo de fray Lope y a establecer comparaciones con la OSH. Como afirma la
Dra. María del Mar Graña, “es innegable el valor de los documentos jurídicos
pese a las dificultades que a veces ofrecen para una lectura espiritual”[1]. En el caso
que nos ocupa, disponemos, además de los documentos jurídicos, la narración de
Dom Norberto Caymi en el siglo XVIII, él mismo monje jerónimo de la rama
reformada de fray Lope de Olmedo.
En nuestra
investigación, trabajamos con un traslado (copia) del mismo s. XV de estos
documentos que se encuentra en dos códices
distintos en la Real Biblioteca del
Monasterio del Escorial: por una parte, f-IV-24, “Ordinarium et Statuta
ordinis monachorum S. Hieroymi”, y f-IV-15, “Fr. Lupi de Olmeto regula
monachorum ex operibus S. Hieronymi collecta; Statuta et ordinarium O. S.
Hieronymi. Eusebii Cremonensis epistola de norte S. Hieronymi”.
Según
estos estatutos y el Ordinario que los acompaña, la espiritualidad
– o carisma - de los monjes ermitaños de san Jerónimo, que se puso en práctica
en el eremitorio de San Jerónimo la
Cella en la Sierra de Cazalla – diócesis de Sevilla - debía dirigirse principalmente
a Dios, por medio de las alabanzas
divinas que debían recitarse en el coro, Oficio Divino que Lope reguló
sobre el rito antiguo de la Iglesia romana, según indica Caymi. Indica este
monje italiano del siglo XVIII que “estos ejercicios seráficos del coro se
hacían con pleno recogimiento, con una pausa adecuada, con pronunciación
distinta, pero sin cantar (…), para que, por la larga ocupación de
esto, no disminuyese el tiempo para los otros empleos espirituales”. Resulta
muy interesante que fray Lope legislara para su nueva orden un Oficio Divino
recitado en el coro, y no cantado, teniendo en cuenta cómo la liturgia cantada
en su máxima solemnidad era el signo distintivo de la Orden de San Jerónimo,
cuyos monjes pasaban en el coro alabando a Dios ocho horas diarias. Para los sábados, Lope estableció un
Pequeño Oficio doble de la Madre de Dios, teniendo para ello el Privilegio del
Pontífice.
Además de
las horas prescritas de salmodia, había también las destinadas a la oración
personal o mental, por medio de las cuales “estos santos ermitaños – dice Caymi
– se elevaban a Dios, desprendían sus pensamientos de los asuntos terrenales y
se sumergían en las cosas celestiales”. Siguiendo la sentencia de san Jerónimo
según la cual, “cuando rezas, eres tú quien habla a Dios, pero cuando lees las
Escrituras, es Él quien te habla a ti”, parece ser, como sigue Caymi, que, “para
que, conversando cada día con Dios en la meditación, obtuvieran por
correspondencia que Él conversara con ellos en la Lectio, fray Lope estableció
que los monjes se reunieran para escuchar la lectura de las Sagradas Escrituras,
siguiendo la antigua costumbre monástica, a las horas que el Superior juzgara
conveniente”.
No existían
los espacios diarios de ocio, pues bien sabía Lope – como bien había dicho san
Jerónimo y es patrimonio de la historia del monacato - que los vicios son
propensos a brotar de la inactividad. Por lo tanto, para evitar las tentaciones
que se derivan de la ociosidad, Lope había distribuido
las horas del día con sus seguidores en tal orden que ninguno de ellos
quedaba libre de cualquier trabajo beneficioso para el espíritu. Además de los salmos, las oraciones y la
lectura de libros devotos, había reservado tiempo para ciertas tareas manuales,
tanto para evitar la ociosidad como para poder mantenerse con el trabajo de sus
propias manos. Afirma Caymi que “esta ocupación del cuerpo, por muy
gustosamente que Lope o sus seguidores se adaptaran a ella, no dejaba de ser
muy dura y difícil, debido sobre todo a su
dieta muy frugal y modesta, además de los largos y continuos ayunos que practicaban: además de los ayunos
prescritos por la Iglesia, los monjes de Lope ayunaban desde el día de Todos
los Santos hasta el día de Navidad; y desde éste, excepto los domingos, y los
días de rito doble y semidoble, hasta la Cuaresma; así como todos los viernes
del año en recuerdo de los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo. El uso de la carne les era completamente
desconocido, ni la veían o probaban jamás, excepto en casos de enfermedad o
debilidad corporal manifiesta, y en un lugar apartado, lejos de la comunidad.
Su lecho en verano y en invierno no era más
que un tosco saco de paja, o incluso de
heno, sobre el que, siempre vestidos con sotana, escapulario y con una capucha
en la cabeza, tendían sus miembros durante unas horas. Y así, en lo más
profundo de la noche, despertando de su breve sueño, aunque todavía no habían
cumplido las exigencias de la naturaleza, urgidos sin embargo por un vivo ardor para dedicarse tanto como
pudieran a las alabanzas divinas, acudían al Oficio del Coro. El vestido que llevaban, pobre y de lana
raída, servía para cubrir el cuerpo, no para adornarlo, y para dar
testimonio no de vanidad, sino de perfección. Consistía en una túnica blanca, un escapulario de color sombrío o negro y un manto de color similar
– el mismo hábito que vestían los jerónimos desde 1373 a partir de una visión
de santa Brígida, como narra fray José de Sigüenza.
El número de Monjes en san Jerónimo de Acela (nombre con el que pasó a conocerse este primer monasterio,
referido en la bula de institución como “la cella” por ser un eremitorio) y en cualquier otro monasterio que fray
Lope hubiera que erigir, era de doce,
ocho de los cuales habían de ser de Coro y cuatro, legos. Así lo decidió Lope,
afirma Caymi, “no tanto por el ejemplo del duodécimo número de Apóstoles,
cuanto por el fácil sustento de la familia, y para no agraviar a las gentes de
los alrededores, dada la condición de lugar solitario y desierto, y por
consiguiente escaso en las cosas necesarias para la alimentación”. Como hemos
indicado en otro lugar, este reducido y exacto número de monjes (y monjas) es
característico de las comunidades que podemos considerar “observantes”.
En cuanto a
la dotación del monasterio, Lope había decidido desde el inicio – no podemos
saber si como reacción a la opulencia que había vivido en Guadalupe – que sus
monasterios estuvieran dotados de rentas muy bajas, para que no pudiera existir
superfluidad, pero tampoco cayeran en la escasez. Con este fin, se sabe que
rechazó la generosidad que le ofrecieron familias nobiliarias. Para el
mantenimiento de La Cella, así como para cualquier otro que se erigiera, quiso
asignar 400 florines de oro de lo que la piedad de los bienhechores le diera,
rechazando lo que superase esa cifra. Pero tal vez no calculó las necesidades
que podía tener la comunidad, y al parecer, la necesidad no tardó en hacerse
sentir en este primer monasterio en Cazalla: el suelo infértil y poco
fructífero, el escaso número y la miserable condición de los habitantes de
aquellos riscos – indica Caymi- y la dificultad de encontrar sustento en
aquellos bosques, redujeron finalmente a nuestros ermitaños a la escasez de las
cosas necesarias para la alimentación común, y a tolerar el hambre, el frío,
las vigilias y toda clase de privaciones y sufrimientos. De acuerdo a Caymi,
Lope y sus monjes “no lo lamentaban en absoluto, sino que daban gracias al
Señor de todo bien, y soportaban todo en paz”. Además, por el privilegio que
les había concedido el papa Martín V, los monjes tenían la facultad de mendigar en cualquier lugar y
jurisdicción donde pudieran proveer a su propia indigencia (“Concedimus – puede
leerse en la bula Piis votis fidelium - quod ipsi - Monachi - ostiatim etiam
voce alta fidelium eleemosynas, per quecumque terrarum partes, petere; &
illas aliaque quovis justo titulo acquirere, habere & in eorum licitis
usibus expendere). Mediante estas “santísimas prácticas – afirma Caymi – aquellos
hombres penitentes, fieles y fervorosos, caminaron, bajo el ejemplo y las
enseñanzas del Venerable Lope por el hermoso camino, aunque áspero, de la
perfección”.
El número de
los varones que se unieron a la fundación monástica de Lope permanece como una
incógnita. Por una parte, desde fuentes jerónimas se insiste en nombrarlo sólo
a él, probablemente con la intención de minimizar sus dimensiones y efecto.
Algunos nombres han quedado reflejados en la documentación, como veremos en su
momento, pero no podemos saber cuántos
monjes tuvo la orden de Lope en estos inicios. Lo que parece claro es que
inicialmente debieron ser al menos los once que completaban junto a él el
número máximo en la primera fundación de Cazalla; pero, como veremos, debieron
ser bastantes más, pues el número de monasterios que Lope anexionó a su orden
en Italia en los años inmediatamente posteriores a su fundación es
sorprendentemente elevado. Caymi indica que el buen ejemplo de vida de esta
primera comunidad “y la altísima opinión de la santidad de Lope y sus
seguidores después de la fundación del Monasterio de la Cella, indujeron a
muchas personas inspiradas interiormente, y enamoradas de aquella paz e
inocencia, que reinaba allí por todas partes, a entregarse a nuestro Instituto.
Como el número de los verdaderos jerónimos
(sic) había aumentado considerablemente, no era posible que todos ellos
vivieran allí, y no era posible observar la ley que el número había tomado”.
Llegados a
ese punto, y puesto que la bula de institución permitía a Lope la erección de
cuatro eremitorios más en la sierra de Cazalla, además de san Jerónimo de
Acela, afirma Caymi que Lope escogió otros lugares para edificar. Sin embargo,
aquí, de nuevo, encontramos una de esas informaciones conflictivas con las que
nos hemos ido topando en la biografía de fray Lope de Olmedo. Los nombres que
da Caymi no son lugares ubicados en la sierra de Cazalla, además de que las
fechas de fundación son posteriores a la muerte de Lope de Olmedo en 1433. Es
interesante mencionar brevemente cómo, de manera muy curiosa, dom Norberto
Caymi se lamenta de que “fray José de Sigüenza, “siempre dispuesto a disminuir
la gloria de Lope, sólo habla de la fundación que hizo del monasterio de La
Cella, pasando por alto, en silencio, todos los demás de la misma clase
fundados en la sierra de Cazalla” (nota b pág 129: Rossi Vit Lat cap II. P.
Sigüenza, tom 2 lib 3 cap 7). Como hemos dicho, empero, las ubicaciones y
fechas de fundación de los monasterios que menciona Caymi no se corresponden
con su afirmación: nombra en primer lugar San
Miguel “de Colle”; no podemos saber si se refiere a San Miguel de los
Reyes, bien documentado monasterio de la orden de Lope, ubicado sin embargo en
Alpechín, Sanlúcar. Sin embargo, según Ruiz Hernando, la fundación de esta casa
se produjo desde san Isidoro del Campo – veremos más adelante la incorporación
de este importante monasterio en Santiponce a la orden de fray Lope - en 1477.
Otras fundaciones mencionadas por Caymi son Santa María de Barrameda (de nuevo, según Ruiz Hernando, la fundación
se llevó a cabo desde san Isidoro en 1440, fecha en que fray Lope ya había
fallecido); Santa Ana de Tendilla
(fundado en 1473, según Ruiz Hernando, también desde san Isidoro, y situado en
Guadalajara) y Santa María de la Valle
(fundado según Ruiz Hernando en 1486). Es decir, ninguno de estos cuatro
monasterios se encuentra en la sierra de Cazalla, que era lo estipulado en la
bula, ni fueron fundados durante los años de vida de Lope, si bien Caymi apunta
que “sus Instituciones no diferían un ápice de las del primer monasterio,
conservando en todas ellas el mismo sistema de vida, y en todo un pleno
respeto, y una gran resignación a las determinaciones de Lope”.
Entonces, ¿por
qué no fundó Lope los otros cuatro monasterios que tenía permitido fundar en la
Sierra de Cazalla? Lo que muestra la documentación es que, poco tiempo después
de erigir San Jerónimo de Acela, fray
Lope fue llamado a Roma por el cardenal de san Eustoquio, protector de su
orden, por orden del papa Martín V. Dom Norberto Caymi, basándose en la
biografía de Lope de Olmedo escrita por Dom Pio Rossi, monje de su misma orden,
un siglo antes, afirma que Martín V,
escuchando las buenas noticias de su fundación, “manifestó entonces (a Lope) su gran deseo de extender las ramas del
árbol que había plantado en España, comenzando por Italia, y propagarse
desde aquí a las montañas, para gloria del que todo lo mueve, su propia
filiación (nota b pág 131: Rossi, vit it)”. Indica Caymi que “bastó (a Martín
V) pedirlo para que Lope, que estaba plenamente empeñado en colmarle de
beneficios, accediera inmediatamente a la petición”.
Nos
encontramos pues a Lope de nuevo en Roma
en 1425, con su eremitorio en Cazalla ya fundado y en funcionamiento, aceptando el encargo del pontífice Martín V
de fundar monasterios de su nueva orden en Italia.
Vamos a
detenernos en la siguiente entrega en comprender el eremitorio de San Jerónimo
de Acela, muy importante por ser el arquetipo
monástico de fray Lope. Posteriormente, veremos qué ocurrió en Roma en
1425, cuando Lope acudió a la llamada del Papa, y cómo, en el Capítulo General
que se celebró ese mismo año, la Orden de san Jerónimo en España, viendo
amenazada su existencia, puso manos a la obra para evitar ser suprimida.
[1]
Graña, María del Mar, 2005. “Las
monjas jerónimas, Hembras apostólicas”, Separata de Iglesia de
la Historia, Iglesia de la Fe, Madrid: Universidad Pontificia de Comillas, p.
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