Después de la apasionante exposición de la expansión con mayor o menor recorrido de monasterios jerónimos en tierras de Portugal, Francia e Italia, volvemos a la Corona de Castilla para considerar el momento clave de la incorporación del monasterio de Santa María de Guadalupe a la naciente Orden de San Jerónimo en 1389.
Como ya dijimos, este hito marca
el comienzo de una nueva fase en el desarrollo de los monasterios jerónimos
castellanos, que se extiende hasta 1414, año que se puede considerar de
fundación de la Orden de San Jerónimo, por medio de la bula Licet exigente, que convirtió a este
grupo de monasterios con ciertos vínculos entre sí en una orden centralizada y
exenta de la autoridad de los ordinarios diocesanos.
“La entrega del monasterio de Guadalupe en 1389 a los
jerónimos supondría un antes y un después en la trayectoria de la Orden
Jerónima, que pasó de custodiar un puñado de cenobios rurales a regentar un
pujante santuario de patronazgo real que además era foco de multitudinarias
peregrinaciones” (Ángel Fuentes Ortiz, p. 44). El monasterio de Guadalupe
habría de convertirse no sólo en el experimento más exitoso de la recién creada
Orden, sino también en el priorato más rico de toda Castilla (Llopis, 2008:
32). Sería imposible entender la evolución de los jerónimos sin profundizar en
el cambio de paradigma que constituyó la experiencia monástica guadalupense.
Pongamos la cuestión en su contexto más amplio: En el
último tercio del siglo XIV, Don Juan Serrano y otros personajes eclesiásticos, queriendo seguir el
deseo de reforma de la vida monástica manifestado por el rey Juan I de Castilla,
deseaban crear focos de espiritualidad monástica con medios de vida asegurados
para que la preocupación por el sustento cotidiano no impidiera una dedicación
total al desarrollo del culto divino y a los fines propios de los monjes. El
santuario de Guadalupe era una potencia económica, tanto agrícola como
ganadera, y un centro de piedad mariana muy extendido. Lo propusieron en
Lupiana a los jerónimos que, en principio, se resistieron a aceptar, porque su
vocación era la soledad y a este santuario concurría todo el mundo (Sánchez
Herrero, p. 74). Según Rubio (1926, p. 68), el cronista fray Gabriel de
Talavera señaló que los jerónimos de Lupiana sintieron “que su instituto se
conservaba mejor en la soledad, apartados del bullicio y trato que en
Guadalupe, donde por la comunidad de los muchos peregrinos, se avia de
inquietar sus sosiego” (Talavera, 1597, 28r). Pero finalmente, y pese a la resistencia inicial y a la
turbación de los frailes, el monarca vio cumplidos sus deseos: los jerónimos
aceptaron Guadalupe. “El 22 de
octubre de 1389 Fernando Yáñez de Figueroa (Fernándiañez
en las crónicas) llegaba hasta las puertas de Guadalupe acompañado por 31
monjes del recién erigido monasterio de San Bartolomé de Lupiana (Rambla, 2016:
63).
Para el Dr. Enrique Llopis, la
aceptación de Guadalupe “sugiere que en los dirigentes jerónimos acabó pesando
más su interés por mantener, aumentar y consolidar unas relaciones
privilegiadas con la corona castellana y por aprovechar una espléndida
oportunidad de encumbramiento económico y social que el apego a sus ideales
espirituales. Aceptar la gestión material y religiosa del santuario de
Guadalupe implicaría, de hecho, la renuncia al aislamiento, al silencio, a la
dedicación íntegra al rezo del oficio divino, a la austeridad. Asumir tal
cometido sugiere que sus ideales espirituales no eran demasiado sólidos y que
otros objetivos más terrenales resultaron más determinantes en la toma de
decisiones fundamentales, al menos en la de los rectores de esta joven orden.
Quizá la relativa debilidad y el insuficiente apego al ideario religioso
obedezca en parte a la heterogeneidad del grupo de eremitas que fundaron el
monasterio de Lupiana en 1373” (p. 38-39). A la misma conclusión había llegado
Ruiz Hernando en 1994 al tratar sobre la entrega a los jerónimos del monasterio
de Santa Catalina de Talavera en 1398; y Highfield
explica también el caso de San Jerónimo de Buenavista, en Sevilla: Juan
Martínez tenía un hijo, Diego, que era monje en Guadalupe. Erigió este
monasterio a las afueras de Sevilla para que su hijo fuera prior aquí y
estuviera cerca de su familia. La OSH, tras pensarlo, accedió (p. 528).
Como vemos, los autores consideran de
manera unánime que la potencia de Guadalupe produjo un cambio radical en la naciente
orden jerónima: un “dilema desgarrador”, en palabras de Enrique Llopis; una
“encrucijada”, según Ángel Fuentes Ortiz, que
condujo, afirma, a una “reinvención de la orden”. Le citamos textualmente: “los
jerónimos pasaban así de ser un grupo semidesconocido a situarse en el foco de
atención de la sociedad castellana (p. 46).
A ello siguió la construcción
de un sólido relato fundacional. Las mismas crónicas indican que la entrega
de Guadalupe debió generar bastantes suspicacias dentro de la Orden: “algunos
dezían que no debían tomar tal casa, porque era de gran bulliçio e de mucha
conversación de seglares por cause de la grand romería” (Rambla, 2016: 60). En
efecto, al aceptar el monasterio de Guadalupe, la Orden Jerónima estaba dando
la espalda a ciertos preceptos que se le suponían como una congregación de
ascetas, sobre todo en lo que al aislamiento de la sociedad se refiere. Sin
embargo, aunque Fernando Yáñez de Figueroa debió encontrar entre los muros de
Guadalupe unas costumbres prácticamente opuestas a las de los eremitas
toledanos, rápidamente supo ver la oportunidad que suponía el encargo regio. Y
la prueba de ello fue la febril actividad propagandística y constructora que
demostró en los años siguientes.
Un nuevo monasterio, una nueva forma
de vida de los jerónimos se hizo presente en la Orden en Guadalupe y desde la
incorporación de Guadalupe. “Aquella fue
otra vida, muy distinta a la intentada por los fundadores”, afirma Sánchez
Herrero, quien llega a afirmar (p. 77) que "una nueva Orden había nacido,
no juzgamos si mejor o peor de la que intentara Fray Pedro Fernández de
Guadalajara (nombre de religión según la tradición jerónima, indicando su lugar
de origen, de Pedro Fernández Pecha), pero sí, ciertamente, distinta". El
apoyo de la monarquía irá cobrando fuerza y se convertirá en un punto muy
característico de los Jerónimos castellanos y después españoles. Asimismo, en
esta progresiva evolución o transformación de la identidad de la nueva Orden, quizás
el rasgo más llamativo fue la unión de la oración y el trabajo: un destierro
total del ocio que desembocaba en que los monjes estuvieran siempre o
celebrando los oficios divinos o rezando privadamente o trabajando.
Cuando Juan I entregó Guadalupe a los jerónimos a través
de sus consejeros, Juan Serrano y Pedro Tenorio, sabía que estaba colocando a
una nueva orden a la cabeza de la reforma en Castilla (Vizuete Mendoza, 1988:
13; Revuelta, 1982: 241). En dicho contexto debe cuestionarse el carácter de
“santa simplicidad” (es habitual que, debido al carácter reformador de la Orden, se aplique una pátina de humildad
a las vidas de todos los primeros jerónimos. Écija, 1953: 181) que con
frecuencia atribuyeron los cronistas, como relato
oficial, a los primeros jerónimos, los cuales conformaban en realidad un
grupo heterogéneo de diversas procedencias y extracciones sociales (Llopis). Era
tal esta heterogeneidad que en 1406 llevó a una auténtica revuelta en
Guadalupe: se considera que llamada segunda
generación de jerónimos de Guadalupe estaba conformada por un grupo de
clérigos que despreciaban la capacidad de gobierno de los aparentemente “indoctos”
fundadores (Sánchez Herrero, 1994: 74-75). En este contexto, estos monjes, con
el bachiller fray Alonso de Medina a la cabeza (Revuelta, 1982: 259), acusaron
al prior de dejarse aconsejar por “otros que en su comparación eran ignorantes”
(Sigüenza, 2000: 202; AHN, Clero, perg. 399/11). Y aún fueron más allá,
llegando a insinuar incluso que Fernando Yáñez practicaba el pecado “nefando”
(Sigüenza, 2000: 232). En realidad, cabría preguntarse si el controvertido
levantamiento no constituyó, más que una llamada de atención a los Padres
Fundadores, una lógica reacción al aperturismo de Yáñez (pág 47).
El propio Enrique III se vio obligado a poner orden, pero
a estas alturas el monasterio ya se había dividido en dos bandos
irreconciliables (Sigüenza, 2000: 202). Tras la revuelta – y el triunfo
incontestable del prior -, casi 40 monjes díscolos fueron condenados y
expulsados de Guadalupe (Revuelta, 1982: 250). Sin embargo, a la mayoría se les
permitió fundar un nuevo monasterio en Zamora, que se convertiría en el germen
de San Jerónimo de Montamarta (de hecho, ya habían abandonado Guadalupe y
obtenido el beneplácito del obispo de Zamora cuando les es entregada la
licencia de fundación por parte de Fernando Yáñez. Vizuete Mendoza, 1988: 42;
Revuelta, 1982: 248-258).
La jugada de Yáñez, en este sentido, puede calificarse de
magistral: mientras por un lado alejaba los rebeldes del foco principal de
todas las miradas, por otro les mantenía dentro de la Orden dotándoles con todo
lo suficiente para fundar un nuevo cenobio más acorde a sus pretensiones. Con este movimiento se estaba evitando una
escisión que podría haber dado lugar a un movimiento reformista dentro de los
propios jerónimos. Un serio golpe a su imagen pública que la Orden no podía
permitirse mientras sentaba las bases de su colaboración con las jerarquías
castellanas (pág 47). No hubiese sido
bien visto, desde luego, que la congregación que pretendía postularse como el
principal instrumento reformador de Castilla sufriese una reforma en su propio
seno apenas 25 años después de su fundación. Hay que reconocer, en todo
caso, que el tiempo daría la razón al monasterio de Montamarta en lo que a
cuestiones de observancia se refiere.
No en vano de él salieron todos los priores generales de la Orden durante más
de medio siglo. Aún a principios del XV su fama era tal que todavía se enviaba
allí a los “tibios para comunicarles nuevo fervor” (Revuelta, 1982: 257). El
proyecto de Fernando Yáñez de Figueroa (para el monasterio de Guadalupe y, por
extensión, para la recién creada OSH, distaba mucho de los ideales ascéticos
que habían defendido Alfonso y Pedro Fernández Pecha durante sus inicios. El
temprano exilio del primero y la muerte del segundo en 1402 – siendo ya muy anciano -, habían dejado el camino libre a Fernandiáñez para materializar su propia
visión de la congregación ideal.
En el futuro, aunque los jerónimos tendrán su casa madre
y prior general en Lupiana, su monasterio más importante y verdadera cabeza
visible seguirá siendo Guadalupe. Por ejemplo, las primeras Constituciones de
la Orden de San Jerónimo, aprobadas en 1414, disculpaban al prior de Guadalupe
de aceptar el oficio de prior general, o a cualquier otro que le obligase a
ausentarse del monasterio, por la propia “muchedumbre y grandeza de sus
negocios” (Sicroff, 1965b: 406). Tras la intensa y enorme labor de construcción
en el monasterio que llevó a cabo Fernando Yáñez, Guadalupe no sólo pasó a constituir
un notable lugar de culto sino, en cierto sentido, también toda una ciudad
monástica. Fernando Yáñez se dio cuenta rápidamente de que una de las mejores
maneras de dar publicidad al monasterio de Guadalupe era atrayendo peregrinos
que quedasen fascinados “por su aventura guadalupense y deseosos de divulgar la
enorme capacidad taumatúrgica de la Virgen de las Villuercas” (Llopis Agelán,
2008: 38). El prior tampoco escatimó en gastos a la hora de dotar al monasterio
de un aspecto majestuoso, pues con ello estaba convirtiendo al edificio en uno
de los contenedores de memoria, en palabras de Nieto Soria, más significativos
de su tiempo. No solo se convirtió en uno de los lugares de enterramiento
privilegiado más cotizados de Castilla, sino también en uno de los más destacados
espacios devocionales y de representación de la monarquía Trastámara (Nieto
Soria, 2013: 244-246).
Explica el Dr. Ángel Fuentes Ortiz cómo “una vez
instalada la comunidad jerónima en el santuario cacereño, pronto se hizo
inevitable dotar al nuevo recinto de los espacios necesarios para una nueva
liturgia y vida corporativa. La mayor emergencia en este sentido pasaba por
edificar un claustro con sus dependencias y, sobre todo, por finalizar la
iglesia. Hubo que introducir cambios, como la materialización de un gran coro a
los pies de la iglesia para dar acogida a una numerosa comunidad que hacia 1424
ya rondaba el centenar de monjes (Vizuete Mendoza, 1988: 136; Ruiz Hernando,
1993: 152). No deja de sorprender la enorme superficie que se destinó al canto litúrgico en comparación con el
área total de la iglesia (pág 68): mientras en la parte más lejana al altar del
coro se situaba la sillería para los monjes, en el tramo volado sobre los
pilares de la iglesia se situaba el coro de legos, que asistían al oficio de
pie. San José, 1743: 44). El P. Sigüenza
justifica en su crónica la importancia de esta práctica dentro del ceremonial
jerónimo (Sigüenza, 2000: 91-92). Tal y como señala el corista (pág 68), la
liturgia que desarrolló la OSH estaba claramente diseñada para deslumbrar al
visitante. Los jerónimos dieron mucha
importancia a la música y el canto dentro de su fastoso culto, pues era
precisamente ése uno de los elementos que, según ellos, les diferenciaba como
intercesores de almas frente a otras órdenes, especialmente las mendicantes
(Vicente Delgado, 2010: 52). Podría decirse que, si durante la vida los
jerónimos compitieron contra dominicos y franciscanos por la dirección de la
conciencia de los poderosos, tras la muerte lo harían también por gestionar sus
espacios de memoria (pág 69). En cuanto al canto coral en Guadalupe, se ha
señalado que éste debió de ser muy similar al que se practicaba en la catedral
de Toledo salvo por un detalle: en la iglesia guadalupense los oficios tenían
una duración desmedida, un hecho que redundaba en la especial solemnidad del
culto (Vizuete Mendoza, 1988: 186-187).
El ritmo inicial de fundaciones jerónimas fue muy alto:
veinticinco casas en los primeros cuarenta años. Miguel Ángel Ladero, citado per Sánchez Herrero,
afirma que su rápida expansión se basó en el formidable apoyo de la realeza y
alta aristocracia castellana, que se mantuvo durante dos siglos, desde la
incorporación de Guadalupe a la Orden (1389) hasta la construcción de San
Lorenzo de El Escorial por Felipe II. Pero,
este grupo de monasterios, ¿era ya una orden religiosa? Al respecto, afirma
Jaume Riera que, “más que una Orden, era aún un pequeño grupo de monasterios
que habían ido naciendo con cierta independencia entre sí, y dos o tres de
ellos al modo de beguinaje (...). No se puede afirmar, sin matizar, que las
bulas de Gregorio XI fundaban una nueva Orden religiosa. Los ermitaños no lo
solicitaban ni se referían a ello. Los ocho monasterios previstos con las dos
bulas de 1373 y 1374 respectivamente en los reinos de Castilla, León, Portugal,
Valencia y Aragón no estaban federados ni tenían un superior general. No se
insinúa la intención de fundar una nueva Orden”. Con el paso del tiempo, dice
Jaume Riera, por influencia de la denominación que habían tomado los frailes,
se introdujo la costumbre de designar a aquellos monasterios como de la Orden
de San Jerónimo, pero alguna vez aún aparecen adscritos a la Orden de San
Agustín, por la regla que profesaban.
La Orden
de San Jerónimo como tal fue constituida formalmente cuarenta años más tarde: el año 1414, la bula Licet exigente promulgada por Benedicto
XIII convirtió a este grupo de 25 monasterios con usos de vida más o menos
similares en una orden monástica centralizada y exenta de la jurisdicción de
los Ordinarios. En 1415, como veremos próximamente, se celebró el Primer Capítulo General
y se redactaron las primeras Constituciones.
Publicado en InfoVaticana el 25/8/2024.
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