El contexto de finales del siglo XIV
del que estamos tratando en Castilla se caracterizó por una corona que pugnaba
por recuperarse de la guerra fratricida entre Pedro I y Enrique de Trastámara.
También tras los muros de los monasterios los monjes intentaban reencontrar un
rumbo espiritual capaz de hacerles superar la crisis desencadenada por la peste
negra (1348 – 1350). En ese panorama, irrumpió una orden religiosa nueva, los
jerónimos, que se convertiría en punta de lanza de la reforma (Fuentes Ortiz,
2021, p. 11). Por eso finalizábamos
la entrega anterior apuntando que la subsistencia de las primeras fundaciones
jerónimas se vio ligada frecuentemente a las voluntades de la monarquía
castellana, un hecho que supuso que algunos monasterios desapareciesen durante
sus primeros años sin dejar rastro. Sin embargo, este modelo “intervencionista”
sentaría la base del éxito de los jerónimos en un mundo en que el interés del
siglo hacía mucho que había virado definitivamente hacia las ciudades.
En la investigación de estas primeras décadas de la Orden de San Jerónimo, como también apuntamos en la entrega anterior, apareció publicada en 2021 una obra del Dr. Ángel Fuentes Ortiz, basada en su tesis doctoral, “Nuevos espacios de memoria en la Castilla Trastámara” (ediciones de La Ergástula, Madrid), sobre la que hoy me gustaría incidir porque aporta respuestas a cuestiones muy importantes que, hasta la aparición de este libro, permanecían irresueltas. Las líneas de investigación del Dr. Fuentes Ortiz incluyen la construcción de identidades y sus narrativas a través del arte, el estudio de los monasterios bajomedievales como espacios de memoria y el análisis interdisciplinar de los documentos iluminados en la corona de Castilla. El autor realiza una aproximación a los particularismos de la arquitectura bajomedieval castellana y el papel del arte andalusí como catalizador de muchos de ellos, centrándose en el concepto “espacios de memoria”. Mediante el uso de este concepto, Fuentes Ortiz se refiere a “monumentalizar memoria, devoción y anhelos de salvación”; se trata de “modos de construir (o destruir) la memoria” a través de la promoción artística. Es decir, patronazgo real y nobiliario y monumentos funerarios en la Castilla Trastámara. La elección cronológica abarca casi exactamente un siglo, desde la primera bula de fundación de monasterios jerónimos por parte de Gregorio XI hasta el reinado de los Reyes Católicos, que supuso todo un cambio de paradigma, “no solo a nivel territorial, sino también en las relaciones de la Orden de San Jerónimo y las élites de su época” (página 20).
Hallamos dos cuestiones fundamentales en la obra: la cuestión artística
en los monasterios jerónimos y la previa
contextualización introductoria sobre la Orden de San Jerónimo, en una
investigación que supone un ejemplar trabajo interdisciplinar entre la historia
y el arte.
El objetivo de Fuentes Ortiz es “abordar una serie de aspectos que hasta la fecha apenas habían sido tenidos en cuenta conjuntamente, tales como la creación y fijación de discursos identitarios a través del patronazgo artístico, la negociación de los espacios de memoria dentro de la compleja topografía monacal o la articulación de narrativas devocionales mediante el uso de diferentes lenguajes formales” (página 17). Se trata de un buen ejemplo de estudio de caso y al mismo tiempo de propuesta de patrones, puesto que a través del análisis del ejemplo jerónimo pretende aportar una nueva visión sobre las dinámicas y tensiones que caracterizaron la estrecha relación entre las jerarquías castellanas y el paisaje espiritual de su tiempo.
Fuentes Ortiz repasa temas conocidos del nacimiento de la orden aportando datos inéditos que dotan a su contextualización histórica preliminar de una perspectiva apasionante. Indica cómo con el inicio de la Orden de San Jerónimo en 1373 “asistimos probablemente al último y más exitoso epígono del movimiento monástico en la Europa medieval” y se pregunta qué llevó a una de las últimas órdenes nacidas en la Edad Media a convertirse, de la noche a la mañana, en un instrumento crucial para la articulación visual y espiritual de la nueva monarquía Trastámara castellana; y por qué la nobleza surgida al calor de esta nueva dinastía decidió que los monasterios de la Orden de San Jerónimo representaban los lugares idóneos para verter en ellos sus necesidades de reafirmación personal y familiar.
El autor realiza también contribuciones
relevantes que obligan a reescribir capítulos de la historia del gótico
peninsular, así como de la historia de
los monasterios jerónimos y su “exclusiva hispanidad” tan alabada por los
cronistas jerónimos.
En esta entrada, en la que seguimos cubriendo en detalle los orígenes de la OSH hasta 1389, vamos a seguir la argumentación del Dr. Fuentes Ortiz, que incide en estas primeras décadas de la fundación de la Orden de San Jerónimo y abre nuevos caminos a la investigación allí donde hasta ahora nos encontrábamos con callejones sin salida y muchas preguntas sin respuesta:
En la breve revisión que lleva a cabo el autor sobre los orígenes de la OSH y su relación con la dinastía Trastámara, ofrece un novedoso relato articulado a través de las deliberadas omisiones historiográficas que acompañaron a la congregación durante sus primeros años (p. 24). Aborda lo que él denomina la construcción de un relato fundacional, explicando cómo, durante el periodo germinal, la joven orden (que, recordemos, aún no era tal canónicamente) se vio indudablemente beneficiada por dos factores: supo revitalizar el movimiento eremita en un momento crítico y se vio extraordinariamente favorecida en la estrecha relación con la dinastía Trastámara, que había nacido de forma coetánea a ella. Pero los jerónimos debían lidiar con una importante desventaja frente a otras comunidades religiosas que también aspiraban a dirigir la conciencia de los poderosos; las demás órdenes habían construido ya sus relatos fundacionales. A pesar de que la OSH, en un inteligente movimiento, decidió designar como su fundador a su santo homónimo – y con ello se reivindicaba como la congregación más antigua de todas – no cabe duda de que era consciente de la dificultad que entrañaba la construcción de un venerable relato ligado al eremitismo cuando sus monasterios ya se habían posicionado como uno de los instrumentos favoritos para la propaganda de las élites. No debe sorprender, por tanto, que los tres primeros decenios que siguieron a la obtención de la bula fundacional, es decir, desde 1373 hasta el primer capítulo general de 1415, construyesen un verdadero campo de experimentación consagrado a la dificultosa tarea de supervisar y homogeneizar una superestructura que contaba con más de 25 monasterios en Castilla y otros tantos en Aragón.
El arduo trabajo de sistematizar todas estas comunidades, unidas por una regla y un cierto grado de exención frente a los ordinarios se realizó siguiendo una clara línea de actuación que incluía la re-construcción del relato oficial de sus orígenes mientras éste aún se estaba produciendo.
Nos encontramos aquí ante una de las interesantísimas aportaciones del Dr. Fuentes Ortiz: la afirmación de que esta evolución inicial de los monasterios jerónimos fue cuidadosamente planificada, y no espontánea, como la mayoría de estudiosos suele afirmar. El Dr. Joao Ingles Fontes, en una obra citada, había hablado de una precipitada institucionalización como causa de los problemas identitarios que se sucederían en estos inicios. Pero Fuentes Ortiz argumenta que, detrás de este proyecto se encontraban las mismas personas que se habían encargado de fundar la congregación: los nobles procedentes de la corte sevillana Fernando Yáñez de Figueroa, Pedro Fernández Pecha y su hermano Alfonso. Desde la otra cara de la moneda intervendrían las más altas esferas de la corte castellana: el clero – especialmente los prelados Juan Serrano y Pedro Tenorio – y los propios miembros de la Casa de Trastámara, en particular la reina Juana Manuel, Juan I, Enrique III y el infante Fernando, después Fernando I de Aragón.
En su
revisión de los primeros pasos de los ermitaños jerónimos, el Dr. Fuentes Ortiz afirma que, como ya vimos, el germen
de la OSH estuvo fuertemente vinculado a los franciscanos; sin embargo, aporta
un elemento fundamental que explica el porqué de que los ermitaños fueran mal
vistos socialmente y buscasen la institucionalización acudiendo al Papa: porque
su espiritualidad franciscana era la
heterodoxa de los franciscanos espirituales o fraticelli italianos (Mario
Sensi señala la más que probable pertenencia de Tomasuccio de Foligno, figura clave
en el nacimiento de los ermitaños castellanos, a dicho movimiento). Hacia 1350,
ermitaños castellanos que serían origen de comunidades después Jerónimas, como
los conocidos como “beatos de Guisando”, aprovecharon las cavidades en la roca
de la montaña para hacer su vida comunitaria, siempre en palabras de Sigüenza.
Guadalupe, que se incorpora a los jerónimos en 1389, será el primer monasterio
construido por los jerónimos reaprovechando un edificio anterior, y nada tiene
que ver con orígenes eremíticos. Poco en la materialidad de Guadalupe habría de
recordar a los orígenes humildes de los jerónimos y a las celdillas pobres.
Ésta y otras aparentes discordancias en
el relato fundacional no hacen sino corroborar para el Dr. Fuentes Ortiz que
la gestación de la OSH tuvo que ver más con un proceso cuidadosamente diseñado
y supervisado que con un fenómeno descontrolado o espontáneo.
“El camino
hacia la sistematización y centralización de la OSH no resultó en absoluto sencillo” (Fuentes Ortiz, pág
28). El sustrato del que bebían sus primeras comunidades era precisamente el
del eremitismo y la heterodoxia, y como no podía ser de otra manera, la
institucionalización de un sentimiento religioso “disidente” por antonomasia
dio como resultado algunos experimentos
fallidos, como los diferentes monasterios jerónimos que por motivos
dispares no pasaron de una etapa embrionaria: unos cenobios que en la práctica
han desaparecido del discurso historiográfico, pues su existencia ha sido convenientemente borrada de las crónicas.
He aquí otra de las aportaciones importantísimas del libro de Ángel Fuentes
Ortiz. Al perfilar – afirma el autor-, aun de manera sintética, esta crónica de la “Orden que no pudo ser”,
se pretende poner en valor en las siguientes líneas la importancia histórica de las dinámicas de ensayo y error inherentes
a la creación de una orden monástica. No sólo porque éstas dan cuenta
material de algunos monasterios que han
permanecido virtualmente inéditos hasta la fecha, sino, principalmente,
porque nos revelan mediante los distintos relatos de inclusión y exclusión las verdaderas líneas directivas que se
encontraban detrás del “experimento jerónimo” (pág 29).
Al presentar los que el autor denomina “los cenobios olvidados” de la OSH de san Gerolamo di Quarto (Génova) y el
monasterio de Santa María de Aniago hallamos la respuesta a una incógnita sobre
el primero que será fundamental cuando estudiemos los monasterios de la orden
fundada por fray Lope de Olmedo en Italia. Explica el autor que en “la causa de deshacerse de algunos de los
primeros monasterios” (p. 43) hay que buscar “la sombra de los Trastámara: el cronista fray José de Sigüenza, que
dedicó un capítulo entero de su Historia
a “La causa de deshazerse” de “algunos monasterios que tuvo al principio esta
religión” (Sigüenza, 2000: 212), guardó sin embargo un conveniente silencio
sobre San Girolamo di Quarto y Santa María de Aniago. Como adelantaba Elías Tormo,
quizá a la OSH no le interesaban monasterios lejanos, de difícil fiscalización
(Tormo, 1919: 30). Probablemente tampoco
quería dejar constancia escrita de aquellas comunidades que habían resultado
especialmente díscolas.
Veamos en detalle los extraños casos de Quarto y Aniago. Al respecto, explica Fuentes Ortiz que “uno de los experimentos fallidos iniciales fue la internacionalización de la orden, que a la postre habría de quedar circunscrita únicamente a la península ibérica, en palabras de Sigüenza, “porque tuvieron siempre consideración de que esta religión no saliese de España” (Sigüenza, 200: 108). José de Sigüenza, tan preciso en otras ocasiones, se muestra titubeante al tratar de evocar la historia del cenobio genovés de San Girolamo di Quarto. Tan solo nos ofrece unas pinceladas sobre su existencia dadas al hilo de la biografía de Alfonso Fernández Pecha: “No sabemos después de esto con claridad qué hizo don Alfonso ni adonde fue, solo hay noticia de que vino a Génova y que en aquella ciudad edificó un monasterio de la Orden de San Jerónimo… Dice el Padre Fray Pedro de la Vega (Vega, 1539: 18) … que para la fundación del monasterio de Génova llevó don Alfonso religiosos de España. No dice de dónde, mas es fácil atinar porque no había más de dos casas jerónimas en Castilla a esas alturas, la de san Bartolomé de Lupiana y la de Sisla de Toledo. Tampoco dice cuántos fueron ni con qué hacienda fundó el monasterio, ni qué se hizo o en qué paró: descuido de nuestros padres digno de culparse siempre si no lo excusase la intención pura y el poco cuidado de las cosas…” (Sigüenza, 2000: 107). En efecto, todo se vuelven interrogantes para el Padre Sigüenza al intentar recomponer la historia del misterioso monasterio de Quarto.
Es necesario para resolver este asunto recurrir a fuentes italianas, las cuales aportan
algunas noticias interesantes sobre la fundación genovesa. Si bien Secondo
Lancellotti (dep 1643) consideró erróneamente a su fundador, Alfonso Pecha,
como “un obispo de Génova” (Lancellotti, 1623: 171), Ferdinando Ughelli (dep
1670) nos indica acertadamente que fue el prelado hispano quien obtuvo el 7 de
agosto de 1383 la facultad del papa
Urbano VI para crear a las afueras de la ciudad un monasterio bajo el título de
san Jerónimo (Torelli, 1680: 212). Para tal empresa, consta que el 18 de
diciembre del mismo año el obispo aportó 1.100 libras destinadas a la compra de
la propiedad de San Genesio en la villa de Quarto (Lancellotti, 1623: 171).
Siguiendo a los mismos autores, aún es posible concretar que el monasterio,
dependiente de la diócesis de Génova, contó con una reliquia del “dedo de santa
Brígida” (Lancellotti, 1623: 171), y que el prior de la congregación no fue
Alfonso Pecha, sino un tal Sancho (Torelli, 1680: 2012). También que finalmente
la comunidad hubo de disolverse a la
muerte de su prior en 1388 por decisión del obispo de Jaén (Lancellotti,
1623: 171; Lugano, 1972), no sin antes haber pedido ayuda a sus hermanos
españoles, los cuales hicieron caso omiso a las súplicas de los monjes
genoveses (Sigüenza, 2000: 107). Hasta aquí la historia del monasterio de
Quarto podría resumirse como otro conato de fundación jerónima en Italia, un
malogrado ejemplo con destino similar al de la Orden de Santa María del Santo Sepulcro (recordemos: la Orden de la que
tomaron los primeros ermitaños sus constituciones, siguiendo las indicaciones
de Gregorio XI. A este monasterio también tendremos ocasión de volver al tratar
las casas italianas de la orden monástica fundada por fray Lope de Olmedo).
Sin embargo, la breve historia del monasterio genovés toma un cariz extraordinariamente relevante en el relato de la Orden Jerónima al confrontarse con el texto de su bula fundacional, la cual fue transcrita en 1680 por el historiador agustino Luigi Torelli (bula transcrita nota #43 pág 31). Una bula que narra la sorprendente historia de unos monjes que huyeron de Castilla a Génova como consecuencia de su negativa a reconocer la obediencia a Aviñón, una vez que ésta fue impuesta por Juan I tras su definitiva adhesión a la causa de Clemente VII – el cual aparece mencionado en el manuscrito como “Antipapa Roberto”-. La parte más enigmática del documento, sin embargo, quizá sea su propio encabezamiento, el cual está dirigido a “Sancho y Toribio de Serra, frailes de la casa de Santa María de Agnano, Orden de San Agustín, en la diócesis de Palencia”. ¿Quiénes eran Sancho y Toribio de Serra? Y, sobre todo, ¿a qué monasterio de la Orden de San Agustín se refiere la bula cuando habla de Santa María de Agnano? Primero de todo conviene recordar que antes de constituirse propiamente en orden exenta en 1415 los monasterios jerónimos eran señalados frecuentemente en los documentos como pertenecientes a la “Ordinis Sancti Agustini sub vocabulo Sancti Hieronymi”. Así aparece nombrado el monasterio de Lupiana, por ejemplo, en el testamento de Alfonso Fernández Pecha (Huerga Teruelo, 1981).
Si se tiene en cuenta que “sub vocabulo Sancti Hieronymi” es exactamente la misma denominación que les concedió Urbano VI (1378-1389) a los monjes de Génova para fundar su nuevo monasterio, cabe desde luego aventurar que Santa María de Agnano fuese un monasterio jerónimo. Sin embargo, dicho cenobio no parece corresponder con ninguno de los propuestos por Sigüenza: ni con Lupiana ni con La Sisla (Toledo), únicas casas jerónimas en pie según el cronista por aquellas fechas. Muy probablemente, el historiador desconocía por completo el verdadero titular de dicho nombre, un monasterio jerónimo cuya mención fue excluida de todas las crónicas jerónimas hasta desaparecer en el olvido (¡¡de la segunda década!!). Me refiero a “Sancte Marie de Anayago Ordinis Sancti Ieronimi Palentini Diocessis” (así aparece denominado el monasterio de Aniago en una bula de Urbano VI otorgada el 6 de mayo de 1372. ASCT, Archivo de santa Clara de Tordesillas, 4915/60); es decir, el monasterio jerónimo de Aniago en Valladolid.
“No ha sido hasta tiempos muy recientes que ha sido desempolvado para la historia el monasterio jerónimo de Aniago”, explica Fuentes Ortiz: en concreto, debemos la primera noticia de su efímera existencia a Dom Santiago Cantera Montenegro, doctor en Historia Medieval, el cual la dio a conocer en su monografía sobre la Cartuja de Aniago publicada en 1998. El historiador se preguntaba entonces cómo podía ser que, si la bula fundacional jerónima de 1373 daba la oportunidad de instituir cuatro monasterios, tras Lupiana (1374), La Sisla (1375) y Guisando (1375), hubiesen de pasar casi 10 años hasta la fundación del siguiente en Corral Rubio (1384). Efectivamente, la documentación conservada da cuenta de que el 7 de noviembre de 1375 la reina doña Juana compraba los terrenos de Aniago con intención de donarlos a la Orden Jerónima para la fundación de un monasterio y, a continuación, el 7 de enero de 1376, el obispo don Gutierre de Palencia otorgaba la licencia definitiva para establecer un cenobio en dicho territorio (AHN, Clero, C.3404, N.7; vid. Cantera Montenegro, 1998: 13). Finalmente, el 2 de abril de 1376, Juana Manuel (Juana Manuel de Villena, 1339-27 de marzo de 1381, fue reina consorte de Castilla por su matrimonio con Enrique de Trastámara, más tarde Enrique II de Castilla) hacía entrega de la susodicha propiedad a fray “Pedro Ferrandes, prior de Santa María de Anayago, e al convento del dicho monasterio que es de frayres hermitaños de Sant Iheronimo (AHN, Clero, C. 3404 N 6 y 7 y C.3409, n. 1; Torelli, 1680: 14).
Aunque en los documentos aparezca frecuentemente
identificado Pedro Fernández Pecha – Pedro de Guadalajara – como prior de
Aniago, todo lleva a pensar que este puesto debió ser efímero, si no
honorífico, ya que consta que por las mismas fechas ejercía también como prior
de la Sisla en Toledo (en 1382 aparece como Prior de la Sisla y “vicario” del
monasterio de Aniago. Cantera Montenegro, 1998: 14-15). De hecho, ahora podemos
saber que el verdadero prior del monasterio, al menos en sus últimos años, no
era otro que Sancho de Aniago, el protagonista de la bula fundacional de San
Girolamo di Quarto. Durante el tiempo en que el cenobio se mantuvo en activo se
construyeron varias edificaciones, entre ellas un templo o “eremitorio” amén de
otras estancias. A éstas habría que sumar la cesión de las “Casas de los Baños”
de Tordesillas que realizó la reina Juana Manuel al monasterio en 1377, una
donación que debe calificarse, cuanto menos, de singular. En el documento de
traspaso se especifica que se entregue dicha propiedad a los jerónimos con la
única condición de “rogar a Dios por ella”. Sin embargo, la propia escritura de
donación nos deja un dato muy interesante: la reina consideraba que los baños
primero debían ser “adobados” (Castro Toledo, 1981: 119; Robinson, 2006: 29).
Este detalle no debe considerarse baladí, ya que indicaría que con alta
probabilidad la decoración de escudos con las armas de Leonor de Guzmán
presentes en el recinto (Gutiérrez Baños, 2004) habría sido realizada por
encargo de Juan Manuel y para los jerónimos de Aniago.
Si tenemos en cuenta que desde los primeros años de los 1370 algunos de los esfuerzos de doña Juana se encauzaron en convertir Santa María la Real en un panteón regio, ampliando la iglesia para acoger un enterramiento digno de Leonor de Guzmán (Castro Toledo, 1981: 97-98), entenderemos mejor la presencia heráldica de la madre de Enrique II en los baños de Tordesillas. Con la inhumación de Leonor de Guzmán en el convento se buscaba la restauración de la memoria y la legitimación post mortem de la figura de la amante de Alfonso XI, precisamente aquélla que había dado lugar a la dinastía Trastámara (pág 34).
El 7 de diciembre de 1378 se les encargaría a los monjes de Aniago la reforma espiritual del convento de Santa María la Real (Castro Toledo, 1981: 76-83). El monasterio de Aniago subsistió como tal hasta el 13 de febrero de 1382, momento en el cual los jerónimos vendieron las edificaciones y sus terrenos colindantes al concejo de Valladolid (Cantera Montenegro, 1998: 16). Hubo de influir en este abandono, sin duda, la muerte de la reina Juana Manuel en 1381, instigadora y principal promotora de todo el proyecto. Aún queda por esclarecer, no obstante, una vez revelada la importante trayectoria que desarrolló el monasterio en sus escasos 5 años de vida, por qué se decidió borrar todo rastro de su existencia en los memoriales de los jerónimos. Si bien Santiago Cantera ofrecía hasta ahora dos explicaciones para este flagrante hiato; por un lado, achacaba el silencio intencionado a que su descubrimiento hubiese podido impedir la realización de una cuarta fundación jerónima – que en realidad sería la quinta y por tanto quedaría fuera de la jurisdicción de la bula fundacional jerónima. Por otro lado, que a la nueva Orden podría no interesarle dejar constancia de una fundación frustrada, Fuentes Ortiz considera que ninguna de las dos explica en realidad dicho fenómeno ya que, “por una parte, consta que la Santa Sede tenía referencias precisas sobre la fundación vallisoletana (dan cuenta de ello las dos bulas concedidas a Aniago por Urbano VI el 6 de octubre de 1378. Cantera, ibid.:16-18), y de otra, que los cronistas de la orden sí dieron noticias de otras fundaciones malogradas en poco tiempo como Corral Rubio en Toledo o Sant Jeroni de la Plana en Xàbia (fundado en 1374 y perteneciente a la rama aragonesa de la orden)”. “Sólo ahora es posible – afirma Ángel Fuentes Ortiz - determinar que el fracaso en la institución de una comunidad en Aniago se debió en realidad a problemas de índole político-religiosa (pág 35): en 1381, Juan I se inclinó finalmente por la adhesión al papa Clemente VII, posicionando a Castilla de forma definitiva hacia la obediencia de Aviñón (Nieto Soria, 1993: 293). Ha de entenderse, según detalla la bula fundacional de Quarto, que tanto la comunidad de Aniago como su prior Sancho se debieron mostrar contrarios a la subordinación al papa aviñonés – tanquam hereticum-, un suceso que les pondría en directa confrontación con Gutierre Gómez de Luna, obispo de la diócesis de Palencia y posterior cardenal afín a Clemente (Suárez Fernández, 1948: 100). Es en este momento en el que cobra un singular sentido la aparición de un ejemplar de las Revelaciones de Santa Brígida en el monasterio – como indica Alfonso Pecha en una de sus cartas (Raynaldo, 1694: 49) -, un texto repleto de profecías que vaticinaban el regreso del papado a Roma (Alfonso fue el compilador y redactor de las Revelaciones de la Santa y guardó hasta el final de sus días, que acontecieron en el monasterio de Quarto en Génova, un ejemplar del texto bellamente ilustrado)”.
La ruptura con la obediencia aviñonesa de Aniago provocaría que su comunidad se viese obligada a abandonar Castilla para refugiarse en Génova, esta vez bajo la protección del papa romano Urbano VI. Y es aquí cuando entra en escena Alfonso Pecha (pág 36), que en las fuentes italianas aparece citado como “el obispo que vino huido de España” (Torelli, 1680: 212). El obispo de Jaén siempre se había mostrado favorable a la sede romana, una posición compartida con Brígida de Suecia, que acabó colocando a los hermanos Pecha en obediencias distintas (Revuelta 1982). En este sentido, Cynthia Robinson ha llamado la atención sobre un “fray Alonso de Jaén” que aparece como testigo en varios documentos de Aniago, cuya presencia le ha llevado a proponer que Alfonso Pecha hubiese podido formar parte de la comunidad de Valladolid – una hipótesis que acomodaría perfectamente con la historia del obispo huido (Robinson, 2006: 31). Sin embargo, Josemaría Revuelta plantea que Alfonso de Jaén – personaje que aparece también en el texto de la bula fundacional – debió ser un personaje distinto a Pecha, el cual firmó hasta el final de sus días únicamente con la fórmula de “vescovo” o “episcopo” (todo parece indicar que Alfonso Pecha nunca ingresó de manera efectiva en la Orden de San Jerónimo. Revuelta, 1982: 134). Hubiese permanecido o no Alfonso Pecha algún tiempo en Aniago, lo cierto es que la comunidad vallisoletana continuó sus días en Génova, donde edificó parte del monasterio que aún hoy día se levanta en el barrio Quarto dei Mille (Rossini, 1986: 69-70). La aventura italiana acabó con la muerte del prior Sancho – para entonces tan sólo un fraile llamado Inocencio subsistía en la comunidad -, momento en que el obispo Jaén, ante la imposibilidad de reflotar la fundación jerónima, entregó el cenobio a la Orden Olivetana (Sensi, 1993: 79-80; Cataldi Gallo, 1986: 57). Testigo del hundimiento de su institución, Alfonso Fernández Pecha todavía vivió un año más, para después ser enterrado en el monasterio de Quarto (pág 37).
Avanzamos despacio hacia 1389, fecha en que la OSH haría
un importante cambio de rumbo. Sin embargo, como veremos más adelante, era
fundamental detenerse en la historia de los monasterios de San Girolamo di
Quarto en Génova (y Santa María de Aniago, en relación con él) y la mención de
Santa María del Santo Sepulcro en Florencia, porque volverán a aparecer cuando
estudiemos el desarrollo de la nueva fundación monástica de fray Lope de Olmedo
en Italia a partir de 1424.
En la investigación de estas primeras décadas de la Orden de San Jerónimo, como también apuntamos en la entrega anterior, apareció publicada en 2021 una obra del Dr. Ángel Fuentes Ortiz, basada en su tesis doctoral, “Nuevos espacios de memoria en la Castilla Trastámara” (ediciones de La Ergástula, Madrid), sobre la que hoy me gustaría incidir porque aporta respuestas a cuestiones muy importantes que, hasta la aparición de este libro, permanecían irresueltas. Las líneas de investigación del Dr. Fuentes Ortiz incluyen la construcción de identidades y sus narrativas a través del arte, el estudio de los monasterios bajomedievales como espacios de memoria y el análisis interdisciplinar de los documentos iluminados en la corona de Castilla. El autor realiza una aproximación a los particularismos de la arquitectura bajomedieval castellana y el papel del arte andalusí como catalizador de muchos de ellos, centrándose en el concepto “espacios de memoria”. Mediante el uso de este concepto, Fuentes Ortiz se refiere a “monumentalizar memoria, devoción y anhelos de salvación”; se trata de “modos de construir (o destruir) la memoria” a través de la promoción artística. Es decir, patronazgo real y nobiliario y monumentos funerarios en la Castilla Trastámara. La elección cronológica abarca casi exactamente un siglo, desde la primera bula de fundación de monasterios jerónimos por parte de Gregorio XI hasta el reinado de los Reyes Católicos, que supuso todo un cambio de paradigma, “no solo a nivel territorial, sino también en las relaciones de la Orden de San Jerónimo y las élites de su época” (página 20).
El objetivo de Fuentes Ortiz es “abordar una serie de aspectos que hasta la fecha apenas habían sido tenidos en cuenta conjuntamente, tales como la creación y fijación de discursos identitarios a través del patronazgo artístico, la negociación de los espacios de memoria dentro de la compleja topografía monacal o la articulación de narrativas devocionales mediante el uso de diferentes lenguajes formales” (página 17). Se trata de un buen ejemplo de estudio de caso y al mismo tiempo de propuesta de patrones, puesto que a través del análisis del ejemplo jerónimo pretende aportar una nueva visión sobre las dinámicas y tensiones que caracterizaron la estrecha relación entre las jerarquías castellanas y el paisaje espiritual de su tiempo.
Fuentes Ortiz repasa temas conocidos del nacimiento de la orden aportando datos inéditos que dotan a su contextualización histórica preliminar de una perspectiva apasionante. Indica cómo con el inicio de la Orden de San Jerónimo en 1373 “asistimos probablemente al último y más exitoso epígono del movimiento monástico en la Europa medieval” y se pregunta qué llevó a una de las últimas órdenes nacidas en la Edad Media a convertirse, de la noche a la mañana, en un instrumento crucial para la articulación visual y espiritual de la nueva monarquía Trastámara castellana; y por qué la nobleza surgida al calor de esta nueva dinastía decidió que los monasterios de la Orden de San Jerónimo representaban los lugares idóneos para verter en ellos sus necesidades de reafirmación personal y familiar.
En esta entrada, en la que seguimos cubriendo en detalle los orígenes de la OSH hasta 1389, vamos a seguir la argumentación del Dr. Fuentes Ortiz, que incide en estas primeras décadas de la fundación de la Orden de San Jerónimo y abre nuevos caminos a la investigación allí donde hasta ahora nos encontrábamos con callejones sin salida y muchas preguntas sin respuesta:
En la breve revisión que lleva a cabo el autor sobre los orígenes de la OSH y su relación con la dinastía Trastámara, ofrece un novedoso relato articulado a través de las deliberadas omisiones historiográficas que acompañaron a la congregación durante sus primeros años (p. 24). Aborda lo que él denomina la construcción de un relato fundacional, explicando cómo, durante el periodo germinal, la joven orden (que, recordemos, aún no era tal canónicamente) se vio indudablemente beneficiada por dos factores: supo revitalizar el movimiento eremita en un momento crítico y se vio extraordinariamente favorecida en la estrecha relación con la dinastía Trastámara, que había nacido de forma coetánea a ella. Pero los jerónimos debían lidiar con una importante desventaja frente a otras comunidades religiosas que también aspiraban a dirigir la conciencia de los poderosos; las demás órdenes habían construido ya sus relatos fundacionales. A pesar de que la OSH, en un inteligente movimiento, decidió designar como su fundador a su santo homónimo – y con ello se reivindicaba como la congregación más antigua de todas – no cabe duda de que era consciente de la dificultad que entrañaba la construcción de un venerable relato ligado al eremitismo cuando sus monasterios ya se habían posicionado como uno de los instrumentos favoritos para la propaganda de las élites. No debe sorprender, por tanto, que los tres primeros decenios que siguieron a la obtención de la bula fundacional, es decir, desde 1373 hasta el primer capítulo general de 1415, construyesen un verdadero campo de experimentación consagrado a la dificultosa tarea de supervisar y homogeneizar una superestructura que contaba con más de 25 monasterios en Castilla y otros tantos en Aragón.
El arduo trabajo de sistematizar todas estas comunidades, unidas por una regla y un cierto grado de exención frente a los ordinarios se realizó siguiendo una clara línea de actuación que incluía la re-construcción del relato oficial de sus orígenes mientras éste aún se estaba produciendo.
Nos encontramos aquí ante una de las interesantísimas aportaciones del Dr. Fuentes Ortiz: la afirmación de que esta evolución inicial de los monasterios jerónimos fue cuidadosamente planificada, y no espontánea, como la mayoría de estudiosos suele afirmar. El Dr. Joao Ingles Fontes, en una obra citada, había hablado de una precipitada institucionalización como causa de los problemas identitarios que se sucederían en estos inicios. Pero Fuentes Ortiz argumenta que, detrás de este proyecto se encontraban las mismas personas que se habían encargado de fundar la congregación: los nobles procedentes de la corte sevillana Fernando Yáñez de Figueroa, Pedro Fernández Pecha y su hermano Alfonso. Desde la otra cara de la moneda intervendrían las más altas esferas de la corte castellana: el clero – especialmente los prelados Juan Serrano y Pedro Tenorio – y los propios miembros de la Casa de Trastámara, en particular la reina Juana Manuel, Juan I, Enrique III y el infante Fernando, después Fernando I de Aragón.
Veamos en detalle los extraños casos de Quarto y Aniago. Al respecto, explica Fuentes Ortiz que “uno de los experimentos fallidos iniciales fue la internacionalización de la orden, que a la postre habría de quedar circunscrita únicamente a la península ibérica, en palabras de Sigüenza, “porque tuvieron siempre consideración de que esta religión no saliese de España” (Sigüenza, 200: 108). José de Sigüenza, tan preciso en otras ocasiones, se muestra titubeante al tratar de evocar la historia del cenobio genovés de San Girolamo di Quarto. Tan solo nos ofrece unas pinceladas sobre su existencia dadas al hilo de la biografía de Alfonso Fernández Pecha: “No sabemos después de esto con claridad qué hizo don Alfonso ni adonde fue, solo hay noticia de que vino a Génova y que en aquella ciudad edificó un monasterio de la Orden de San Jerónimo… Dice el Padre Fray Pedro de la Vega (Vega, 1539: 18) … que para la fundación del monasterio de Génova llevó don Alfonso religiosos de España. No dice de dónde, mas es fácil atinar porque no había más de dos casas jerónimas en Castilla a esas alturas, la de san Bartolomé de Lupiana y la de Sisla de Toledo. Tampoco dice cuántos fueron ni con qué hacienda fundó el monasterio, ni qué se hizo o en qué paró: descuido de nuestros padres digno de culparse siempre si no lo excusase la intención pura y el poco cuidado de las cosas…” (Sigüenza, 2000: 107). En efecto, todo se vuelven interrogantes para el Padre Sigüenza al intentar recomponer la historia del misterioso monasterio de Quarto.
Sin embargo, la breve historia del monasterio genovés toma un cariz extraordinariamente relevante en el relato de la Orden Jerónima al confrontarse con el texto de su bula fundacional, la cual fue transcrita en 1680 por el historiador agustino Luigi Torelli (bula transcrita nota #43 pág 31). Una bula que narra la sorprendente historia de unos monjes que huyeron de Castilla a Génova como consecuencia de su negativa a reconocer la obediencia a Aviñón, una vez que ésta fue impuesta por Juan I tras su definitiva adhesión a la causa de Clemente VII – el cual aparece mencionado en el manuscrito como “Antipapa Roberto”-. La parte más enigmática del documento, sin embargo, quizá sea su propio encabezamiento, el cual está dirigido a “Sancho y Toribio de Serra, frailes de la casa de Santa María de Agnano, Orden de San Agustín, en la diócesis de Palencia”. ¿Quiénes eran Sancho y Toribio de Serra? Y, sobre todo, ¿a qué monasterio de la Orden de San Agustín se refiere la bula cuando habla de Santa María de Agnano? Primero de todo conviene recordar que antes de constituirse propiamente en orden exenta en 1415 los monasterios jerónimos eran señalados frecuentemente en los documentos como pertenecientes a la “Ordinis Sancti Agustini sub vocabulo Sancti Hieronymi”. Así aparece nombrado el monasterio de Lupiana, por ejemplo, en el testamento de Alfonso Fernández Pecha (Huerga Teruelo, 1981).
Si se tiene en cuenta que “sub vocabulo Sancti Hieronymi” es exactamente la misma denominación que les concedió Urbano VI (1378-1389) a los monjes de Génova para fundar su nuevo monasterio, cabe desde luego aventurar que Santa María de Agnano fuese un monasterio jerónimo. Sin embargo, dicho cenobio no parece corresponder con ninguno de los propuestos por Sigüenza: ni con Lupiana ni con La Sisla (Toledo), únicas casas jerónimas en pie según el cronista por aquellas fechas. Muy probablemente, el historiador desconocía por completo el verdadero titular de dicho nombre, un monasterio jerónimo cuya mención fue excluida de todas las crónicas jerónimas hasta desaparecer en el olvido (¡¡de la segunda década!!). Me refiero a “Sancte Marie de Anayago Ordinis Sancti Ieronimi Palentini Diocessis” (así aparece denominado el monasterio de Aniago en una bula de Urbano VI otorgada el 6 de mayo de 1372. ASCT, Archivo de santa Clara de Tordesillas, 4915/60); es decir, el monasterio jerónimo de Aniago en Valladolid.
“No ha sido hasta tiempos muy recientes que ha sido desempolvado para la historia el monasterio jerónimo de Aniago”, explica Fuentes Ortiz: en concreto, debemos la primera noticia de su efímera existencia a Dom Santiago Cantera Montenegro, doctor en Historia Medieval, el cual la dio a conocer en su monografía sobre la Cartuja de Aniago publicada en 1998. El historiador se preguntaba entonces cómo podía ser que, si la bula fundacional jerónima de 1373 daba la oportunidad de instituir cuatro monasterios, tras Lupiana (1374), La Sisla (1375) y Guisando (1375), hubiesen de pasar casi 10 años hasta la fundación del siguiente en Corral Rubio (1384). Efectivamente, la documentación conservada da cuenta de que el 7 de noviembre de 1375 la reina doña Juana compraba los terrenos de Aniago con intención de donarlos a la Orden Jerónima para la fundación de un monasterio y, a continuación, el 7 de enero de 1376, el obispo don Gutierre de Palencia otorgaba la licencia definitiva para establecer un cenobio en dicho territorio (AHN, Clero, C.3404, N.7; vid. Cantera Montenegro, 1998: 13). Finalmente, el 2 de abril de 1376, Juana Manuel (Juana Manuel de Villena, 1339-27 de marzo de 1381, fue reina consorte de Castilla por su matrimonio con Enrique de Trastámara, más tarde Enrique II de Castilla) hacía entrega de la susodicha propiedad a fray “Pedro Ferrandes, prior de Santa María de Anayago, e al convento del dicho monasterio que es de frayres hermitaños de Sant Iheronimo (AHN, Clero, C. 3404 N 6 y 7 y C.3409, n. 1; Torelli, 1680: 14).
Si tenemos en cuenta que desde los primeros años de los 1370 algunos de los esfuerzos de doña Juana se encauzaron en convertir Santa María la Real en un panteón regio, ampliando la iglesia para acoger un enterramiento digno de Leonor de Guzmán (Castro Toledo, 1981: 97-98), entenderemos mejor la presencia heráldica de la madre de Enrique II en los baños de Tordesillas. Con la inhumación de Leonor de Guzmán en el convento se buscaba la restauración de la memoria y la legitimación post mortem de la figura de la amante de Alfonso XI, precisamente aquélla que había dado lugar a la dinastía Trastámara (pág 34).
El 7 de diciembre de 1378 se les encargaría a los monjes de Aniago la reforma espiritual del convento de Santa María la Real (Castro Toledo, 1981: 76-83). El monasterio de Aniago subsistió como tal hasta el 13 de febrero de 1382, momento en el cual los jerónimos vendieron las edificaciones y sus terrenos colindantes al concejo de Valladolid (Cantera Montenegro, 1998: 16). Hubo de influir en este abandono, sin duda, la muerte de la reina Juana Manuel en 1381, instigadora y principal promotora de todo el proyecto. Aún queda por esclarecer, no obstante, una vez revelada la importante trayectoria que desarrolló el monasterio en sus escasos 5 años de vida, por qué se decidió borrar todo rastro de su existencia en los memoriales de los jerónimos. Si bien Santiago Cantera ofrecía hasta ahora dos explicaciones para este flagrante hiato; por un lado, achacaba el silencio intencionado a que su descubrimiento hubiese podido impedir la realización de una cuarta fundación jerónima – que en realidad sería la quinta y por tanto quedaría fuera de la jurisdicción de la bula fundacional jerónima. Por otro lado, que a la nueva Orden podría no interesarle dejar constancia de una fundación frustrada, Fuentes Ortiz considera que ninguna de las dos explica en realidad dicho fenómeno ya que, “por una parte, consta que la Santa Sede tenía referencias precisas sobre la fundación vallisoletana (dan cuenta de ello las dos bulas concedidas a Aniago por Urbano VI el 6 de octubre de 1378. Cantera, ibid.:16-18), y de otra, que los cronistas de la orden sí dieron noticias de otras fundaciones malogradas en poco tiempo como Corral Rubio en Toledo o Sant Jeroni de la Plana en Xàbia (fundado en 1374 y perteneciente a la rama aragonesa de la orden)”. “Sólo ahora es posible – afirma Ángel Fuentes Ortiz - determinar que el fracaso en la institución de una comunidad en Aniago se debió en realidad a problemas de índole político-religiosa (pág 35): en 1381, Juan I se inclinó finalmente por la adhesión al papa Clemente VII, posicionando a Castilla de forma definitiva hacia la obediencia de Aviñón (Nieto Soria, 1993: 293). Ha de entenderse, según detalla la bula fundacional de Quarto, que tanto la comunidad de Aniago como su prior Sancho se debieron mostrar contrarios a la subordinación al papa aviñonés – tanquam hereticum-, un suceso que les pondría en directa confrontación con Gutierre Gómez de Luna, obispo de la diócesis de Palencia y posterior cardenal afín a Clemente (Suárez Fernández, 1948: 100). Es en este momento en el que cobra un singular sentido la aparición de un ejemplar de las Revelaciones de Santa Brígida en el monasterio – como indica Alfonso Pecha en una de sus cartas (Raynaldo, 1694: 49) -, un texto repleto de profecías que vaticinaban el regreso del papado a Roma (Alfonso fue el compilador y redactor de las Revelaciones de la Santa y guardó hasta el final de sus días, que acontecieron en el monasterio de Quarto en Génova, un ejemplar del texto bellamente ilustrado)”.
La ruptura con la obediencia aviñonesa de Aniago provocaría que su comunidad se viese obligada a abandonar Castilla para refugiarse en Génova, esta vez bajo la protección del papa romano Urbano VI. Y es aquí cuando entra en escena Alfonso Pecha (pág 36), que en las fuentes italianas aparece citado como “el obispo que vino huido de España” (Torelli, 1680: 212). El obispo de Jaén siempre se había mostrado favorable a la sede romana, una posición compartida con Brígida de Suecia, que acabó colocando a los hermanos Pecha en obediencias distintas (Revuelta 1982). En este sentido, Cynthia Robinson ha llamado la atención sobre un “fray Alonso de Jaén” que aparece como testigo en varios documentos de Aniago, cuya presencia le ha llevado a proponer que Alfonso Pecha hubiese podido formar parte de la comunidad de Valladolid – una hipótesis que acomodaría perfectamente con la historia del obispo huido (Robinson, 2006: 31). Sin embargo, Josemaría Revuelta plantea que Alfonso de Jaén – personaje que aparece también en el texto de la bula fundacional – debió ser un personaje distinto a Pecha, el cual firmó hasta el final de sus días únicamente con la fórmula de “vescovo” o “episcopo” (todo parece indicar que Alfonso Pecha nunca ingresó de manera efectiva en la Orden de San Jerónimo. Revuelta, 1982: 134). Hubiese permanecido o no Alfonso Pecha algún tiempo en Aniago, lo cierto es que la comunidad vallisoletana continuó sus días en Génova, donde edificó parte del monasterio que aún hoy día se levanta en el barrio Quarto dei Mille (Rossini, 1986: 69-70). La aventura italiana acabó con la muerte del prior Sancho – para entonces tan sólo un fraile llamado Inocencio subsistía en la comunidad -, momento en que el obispo Jaén, ante la imposibilidad de reflotar la fundación jerónima, entregó el cenobio a la Orden Olivetana (Sensi, 1993: 79-80; Cataldi Gallo, 1986: 57). Testigo del hundimiento de su institución, Alfonso Fernández Pecha todavía vivió un año más, para después ser enterrado en el monasterio de Quarto (pág 37).
Publicado en InfoVaticana el 11/8/2024.
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