Hemos seguido hasta aquí las huellas de Lope
de Olmedo hasta su entrada en la vida religiosa en 1415, a la edad de 45 años.
Para algunos de estos años de su vida hemos encontrado poca documentación, pero, para otras, podemos reconstruir mes a mes prácticamente dónde estaba Lope González de Olmedo. Aun así, por muchos detalles que podamos saber sobre qué hacía, el personaje permanece lejano; nos es prácticamente un desconocido, diría que a dos niveles:
1.-A
partir de las fuentes, a no ser que el personaje lo exprese, no podemos
saber qué pasaba por su mente. Nos encontramos solamente ante hechos y,
para cada hecho, nos surgen infinidad de preguntas. En concreto sobre fray
Lope, de un paso tan determinante en la vida como es la entrada en la vida
religiosa, y aun teniendo su testamento (AMG legajo 45), no conocemos sus
motivaciones. Tampoco sabemos por qué se ordenó presbítero, como hemos
comentado en anteriores entregas. Si no existen o no hallamos fuentes en que aparezca
documentado explícitamente lo que un personaje dice sobre sí mismo, nos vemos
obligados a guardar silencio, a no inventar; aunque es necesario formular
hipótesis, no podemos extraer conclusiones. En una futura entrega intentaremos
reflexionar sobre esta disciplina apasionante que es la biografía histórica;
intentaremos ver, con más perspectiva, “si es posible hacerse una idea de la
psiquis de fray Lope de Olmedo a partir de sus fuentes”, en palabras del P.
Javier Olivera Ravasi (Luterándonos, 2017). A este respecto, es fundamental
dejar ya apuntado un tema que es, como afirma Joseph Pearce (“A través de los
ojos de Shakespeare”, 2013), que “está en juego al desenvolverse en la
disciplina científica de la Historia evitar acercarse a un texto con nuestros
propios prejuicios”. Y eso implica aproximarse a la lectura, hasta donde sea
posible, por los ojos de la persona o personas sobre quienes estudiamos,
escapando de los confines de nuestros propios prejuicios subjetivos.
“Si
intentamos estudiar la Historia a través de los prejuicios y las ideas
preconcebidas de nuestro propio tiempo, sólo conseguiremos malinterpretar los
motivos y las intenciones de las acciones históricas. Si no sabemos qué
creían aquellas personas, no comprenderemos por qué actuaban y se comportaban
como lo hacían. No comprenderemos realmente lo que ocurrió. Nuestro
prejuicio o nuestra ignorancia nos habrán cegado. Para entender la
Historia, hemos de entender a sus protagonistas lo suficiente como para
empatizar, aunque no simpaticemos, con ellos. Cuanta más evidencia
histórica sale a la luz, menos pueden los deanes de la posmodernidad hacer a
los personajes históricos pensar en clave de presente”. Las palabras de Pearce
son fundamentales para no caer en el error epistemológico del presentismo, tan frecuente en los
estudios historiográficos. Poseemos textos escritos por Lope de Olmedo como son
su Testamento vital, estatutos para la orden monástica que fundó en 1424, el ordinario
de la misma y, sobre todo, algunas cartas, en las que podemos entrever rasgos
de la personalidad de Lope explicados por él mismo. A esta cuestión apasionante
de estudiar al personaje según sus propios parámetros históricos y culturales
dedicaremos una entrega futura.
2.-Si
estudiamos la Historia como disciplina científica en la academia (especialmente,
en la universidad pública), está vetado tratar la cuestión sobrenatural:
Dios no tiene cabida en la historia de los hombres según la metodología
científica. Y es sobre esta segunda cuestión sobre la que me gustaría tratar hoy.
Porque, en conciencia, ¿cómo puede un historiador católico tratar de
reconstruir episodios históricos sin contar con la presencia y acción de Dios
en la historia de los hombres, de cada hombre?
Para ello,
es necesario comprender en primer lugar en qué contexto apareció la Historia
como disciplina científica y qué la define como ciencia porque, de hecho, el
debate sobre la cientificidad de la historia está de continua actualidad desde su
mismo nacimiento en el siglo XIX. Vamos a servirnos de la definición de la
Historia como ciencia que utiliza un método de la explicación que hallamos en
la página web de la Universidad de la Laguna, para extraer ideas clave que
analizaremos posteriormente: “El desarrollo del método científico en los siglos
precedentes generó, en el marco de la filosofía positivista y objetivista
decimonónica, un acercamiento al conocimiento científico que trató de ser
aplicado al estudio del pasado. De este modo, los primeros historiadores
positivistas que desarrollaron el método de análisis crítico de las fuentes en
esas fechas pusieron las bases para el desarrollo de este método el campo de la
historia. No obstante, la evolución llevada a cabo en los estudios
históricos de los siglos contemporáneos ha puesto de manifiesto la
dificultad que tiene la Historia para cumplir algunos de los requisitos básicos
de la ciencia”. “Partamos del principio de que la historia es la disciplina
que trata de reconstruir las sociedades del pasado y los acontecimientos que
vivieron a partir de criterios epistemológicos de veracidad. Para
ello, toma como base diversas fuentes ya sean escritas o restos de la cultura
material a través de las cuales puede construir ese conocimiento sobre el
pasado. Todo ello se plasma a partir del trabajo del historiador en textos
escritos que acercan a la disciplina historiográfica a la categoría de arte
humanístico o ciencia social. Está realidad requiere por parte del historiador
de una reflexión metodológica previa, fundamental para definir su
trabajo. La clave de bóveda de la problemática metodológica en la escritura de
la historia se ubica en la relación entre los hechos y la
persona que los recoge, desarrolla y analiza tratando de extraer algún tipo de significado de
ellos. Aunque en ocasiones dé la impresión, a partir de la lectura de
distintos libros de historia, de que lo que se relata en ellos son verdades
objetivas por ese estilo de narración omnisciente con el que se escriben
muchas de las obras historiográficas lo cierto es que el papel del
historiador en la construcción de ese relato es esencial, y genera un problema
epistemológico y metodológico de difícil solución, y que en ocasiones muchos de
los historiadores parece que no se plantean. Es, en esencia, un debate que
desde hace tiempo se plantea en términos de objetividad contra subjetividad.
Y en todo ese debate no debemos perder de vista también la veracidad.
Son tres elementos que se combinan en el debate historiográfico y que
están en la base de las principales dificultades epistemológicas
a las que se enfrenta la escritura de la historia” (https://campusvirtual.ull.es/ocw/mod/book/view.php?id=9696&chapterid=10).
Tenemos
pues unos conceptos clave para comprender la consideración de la Historia como
disciplina científica. Situemos todo ahora en el contexto más amplio de la
evolución del pensamiento para intentar comprender por qué la trascendencia, lo
sobrenatural y Dios quedan fuera de la Historia como ciencia y si existe alguna
manera de replantear la cuestión en un estudio histórico que se pretenda
científico y que pase por no ignorar la existencia de Dios y su actuar en la
Historia de los hombres. A este respecto, Joseph Ratzinger realiza una clara
exposición en su obra “Introducción al Cristianismo” al referirse a los
límites de la comprensión moderna de la realidad y el lugar de la fe. Cuando
Ratzinger habla de “modernidad”, lo hace como periodo histórico, posterior a la
Edad Media, pero también como un concepto con sus propias categorías de
pensamiento, que suponen una ruptura con el pensamiento anterior, como vamos a
ver resumiendo todo lo posible esta importante exposición: “En los diversos
periodos evolutivos del espíritu humano hay tres formas distintas de situarse
ante la realidad – afirma el autor -: la orientación básica mágica, la
metafísica y, por último, la científica (se está refiriendo a las ciencias
naturales, principalmente). Cada una de estas orientaciones fundamentales tiene
algo que ver con la fe; ninguna es neutral. La limitación a los “fenómenos”, a
lo que se ve o se puede captar, es una nota característica de nuestra actividad
fundamental y científica que condiciona necesariamente todo nuestro sentimiento
existencial y nos asigna un lugar en lo real. Hemos dejado de buscar la cara
oculta de las cosas, de sondear en la esencia del ser. Nos hemos situado en
nuestra perspectiva, que es la de los visible en el sentido más amplio, lo que
podemos abarcar y medir (...). Con esto se ha ido formando poco a poco en la
vida y en el pensamiento modernos un nuevo concepto de verdad y de realidad”.
Con el fin
de explicar cómo se ha llegado a la postura moderna anteriormente explicada,
Ratzinger se remonta a dos estadios previos en la transformación espiritual: el
que evoluciona de Descartes a Kant, que formula una idea completamente nueva de
la verdad y del conocimiento, acuñando la fórmula típica del espíritu moderno
sobre la verdad y la realidad. A la ecuación escolástica “verum est ens” (el
ser es la verdad), contraponen “verum quia factum”, que significa que lo único
que podemos reconocer como verdadero es lo que nosotros mismos hemos hecho.
Para el teólogo alemán, esta fórmula señala el fin de la vieja metafísica y el
comienzo del peculiar espíritu moderno. “Para la Antigüedad y la Edad Media el
ser mismo es verdadero; es decir, se puede conocer porque lo ha hecho Dios, el
entendimiento por antonomasia; y lo ha hecho porque lo ha pensado. La obra
humana, por el contrario, en el pensamiento antiguo y medieval, es contingente
y efímero. El ser es idea y, por tanto, pensable, objeto del pensamiento y de
la ciencia, que busca la sabiduría. La ciencia medieval propiamente dicha
reflexiona sobre el ser. Las cosas humanas no se consideraban verdaderamente
ciencia, sino “techne”, capacidad artesanal. Esta tesis pervive en Descartes,
al comienzo de la época moderna, cuando niega expresamente a la historia el
carácter de ciencia: por mucho que diga el historiador que conoce la historia
de Roma, sabe menos de ella que cualquier cocinera romana. Unos cien años
después, Giambattista Vico (1688-1744) cambió radicalmente el canon de verdad
de la Edad Media, que aún seguía en vigor, dando expresión al giro fundamental
del espíritu moderno. Sólo ahora es cuando comienza la postura que da origen a
la época “científica”, en cuyo desarrollo seguimos inmersos”.
Siguiendo
formalmente a Aristóteles, afirma Ratzinger, “Vico propone que el saber real
consiste en saber las causas de las cosas. Así, sólo podemos conocer
verdaderamente lo que nosotros hemos hecho. La identidad entre la verdad el ser
queda suplantada por la identidad entre la verdad y la facticidad; el
conocimiento queda reducido al mundo exclusivo de los hombres, que es lo único
que podemos comprender verdaderamente. El hombre no ha creado el cosmos, por
eso no puede comprenderlo en su profundidad más íntima. El conocer pleno y
demostrable sólo está a su alcance en las ficciones matemáticas y en lo
concerniente a la historia, que es el ámbito de la actividad humana y, por
tanto, de lo comprensible. En medio del océano de la duda, que amenaza a la
humanidad después de la caída de la vieja metafísica al comienzo de la época
moderna, se redescubre la tierra firme en la que el hombre intenta construirse
una existencia nueva: comienza el dominio del hecho, la radical conversión del
hombre hacia su propia obra como lo único que puede conocer. A esto va unida –
continúa Ratzinger – la transmutación de todos los valores, oponiendo el tiempo
“nuevo” al “antiguo”. La historia, a la que antes se despreció y se consideró
como acientífica, se convierte, junto con las matemáticas, en la única ciencia
verdadera. Estudiar el sentido del ser, que antes parecía lo único digno para
un espíritu libre, se considera ahora una tarea ociosa e inútil que no puede
desembocar en un conocer propiamente dicho. En las universidades dominan en la
modernidad las matemáticas y la historia: con Hegel y con Comte, la filosofía
pasa a ser una cuestión de la historia, que ha de comprenderse como proceso
histórico. Con Ferdinand Ch. Baur, la teología se hace historia, utilizando
métodos estrictamente históricos y estudiando lo que aconteció en el pasado. La
economía se estudia en Marx desde una perspectiva histórica y la tendencia
histórica afecta también a las ciencias naturales en general, como vemos con
Darwin”.
El mundo
ya no es, por tanto, el sólido edificio del ser, sino que sólo puede conocerse
como algo hecho por el hombre. Surge entonces un antropocentrismo radical, en
que el hombre sólo puede conocer su propia obra y tiene que aprender a
considerarse como algo que ha aparecido casualmente, como un puro “hecho”. Pero
ocurre – afirma Ratzinger – otro giro en el siglo XIX: “la historia como el lugar
de la verdad de los hombres es por sí solo insuficiente”. Se impone un nuevo
programa: la verdad es la factibilidad, no sólo el hecho; y así, la “techne”
suplanta a la historia, que primaba hasta entonces. La demostrabilidad que persigue el historiador,
y que en los comienzos del XIX se presentó como la gran victoria de la historia
sobre la especulación, siempre implica algo problemático: el momento de la
reconstrucción, de la explicación y de la ambigüedad; por eso, al comienzo del
siglo XX la Historia sufre una crisis, y el historicismo, con su orgullosa
pretensión de saber, se vuelve problemático. Cada vez se ve más claro que no
existe ni el puro hecho ni su inconmovible seguridad, que en el factum siempre
están contenidas tanto la interpretación como su ambigüedad. Cada día es más
difícil ocultar que no se tiene la certeza que la investigación de los hechos
prometió a quienes rechazaban la especulación”.
El profesor Carlos Eire en el
epílogo de su obra “They flew. A history of the impossible”
(“Volaron. Una historia
de lo imposible”), achaca también al espíritu de los tiempos en que apareció la
disciplina histórica las bases metodológicas, hermenéuticas y conceptuales de
la misma. Señala Eire cómo, a finales del siglo XVIII, la llamada Era de la Razón y la Ilustración, junto
con los avances en la ciencia y la tecnología empíricas, habían creado una
nueva forma de ver e interpretar el mundo, que puede llamarse “cosmovisión”,
“mentalidad”, “mentalidad” o “imaginario social”. (pág. 357). Había surgido una
nueva forma de pensar, una revolución epistemológica y lo sobrenatural había
sido expulsado de la tierra, relegado a un lugar invisible y absolutamente
desconocido; dimensión inalcanzable o declarado un concepto infantil e inútil
(p. 357-358). Quedaba sin responder, sin embargo, la incómoda cuestión de los fenómenos,
de las manifestaciones empíricas de lo sobrenatural. Explica Eire cómo, hacia
1787, el obispo Alfonso de Ligorio, (nacido en 1696), fue conocido por levitar
y bilocar. Era contemporáneo de Voltaire, Hume y Diderot. En el nuevo sistema
de creencias gobernado por el empirismo y las “reglas férreas de causa y
efecto”, a Dios le quedaba poco o nada que hacer. Como diría el erudito bíblico
David Strauss en el siglo XIX, las reglas de aquellos férreos deterministas
crearon un “problema de alojamiento” para Dios.
A partir
de la incuestionabilidad empírica de los fenómenos (al autor se le ocurrió el planteamiento
de esta obra durante la visita a un convento carmelita durante la cual la guía señaló
a los visitantes un lugar concreto en que había levitado Santa Teresa de Jesús),
Eire se pregunta si no podían coexistir el empirismo y la existencia de
experiencias inexplicables desde el materialismo como dos concepciones
igualmente válidas de la realidad. Ante la aparente negativa, concluye el autor
que “la incredulidad moderna es, de hecho, una forma de creencia, porque
fenómenos como la levitación terminan siendo descartados como imposibles en la
cultura materialista moderna y posmoderna, a pesar de ser fenómenos constatados
históricamente: diversas personas constataron la presencia de San Alfonso María
de Ligorio en lugares distintos al mismo tiempo y alguien afirmó haber visto a
Santa Teresa levitar en un lugar físico concreto. Para Eire, “cada época y
cultura tiene sus propias creencias incuestionables, y la nuestra tiende a
valorar la racionalidad y superioridad de la incredulidad como una de sus creencias
centrales, especialmente en lo que respecta a negar la existencia de una
dimensión sobrenatural.
Joseph
Pearce sintetiza la cuestión en su citada obra sobre Shakespeare de una manera
muy gráfica: “la capital cuestión de que existen dos maneras de pensar: una
manera subjetiva y una manera objetiva. Para pensar objetivamente se requiere
una implicación con la realidad que existe más allá de nosotros mismos, de
manera que entendamos la necesidad de conformarnos a esa realidad (…). Por otro
lado, pensar subjetivamente implica toda la experiencia desde la perspectiva de
uno mismo, y la juzga de manera acorde. Al pensar objetivamente se denomina
realismo; mientras que al pensar subjetivamente se le llama nominalismo o
relativismo filosófico”. Y en esta segunda opción se encuadra la disciplina
científica de la Historia, a pesar de su pretensión de objetividad. Eire se preguntaba si ambas posturas podían coexistir,
a lo que Pearce responde negativamente: “no pueden ser verdad las dos. Si una
es verdad, la otra es falsa ipso facto”, afirma.
Me parece
sumamente importante para concluir con esta reflexión la contribución de Brad S. Gregory en su
artículo “No room for God? History, Science, Metaphysics and
the Study of Religion”, del año 2008. No se trata de asentir a lo que la Historia como
disciplina diga sobre la existencia o no de Dios, sino comprender por qué, como
disciplina científica, niega la posibilidad de tratar el tema y cómo esa
negativa se basa en las limitaciones metodológicas y epistemológicas de la
propia disciplina. Pienso que esta es una clave de comprensión fundamental. En
el artículo que comentamos, y teniendo en cuenta todo lo apuntado hasta aquí, Brad
S. Gregory plantea que “a pesar de las creencias generalizadas en sentido contrario dentro de
la cultura intelectual secular de la academia moderna, los hallazgos
científicos no son necesariamente incompatibles con las afirmaciones de verdad
religiosa. Estos últimos incluyen afirmaciones sobre la realidad de Dios
tal como se entiende en el cristianismo tradicional y la posibilidad de
milagros obrados divinamente. La historia intelectual, la filosofía y la
propia autocomprensión de la ciencia socavan la afirmación de que la ciencia
implica o incluso debe tender hacia el ateísmo. Por definición, un Dios creador
radicalmente trascendente es inaccesible a la investigación empírica. Las
negaciones de la posibilidad o la ocurrencia real de milagros no dependen de la
ciencia misma, sino de supuestos naturalistas que se derivan originalmente de
una metafísica unívoca con sus raíces históricas en el nominalismo medieval,
que a su vez han influido profundamente en la filosofía y la ciencia desde el
siglo XVII. El postulado metafísico del naturalismo y su epistemología
empirista correlativa constituyen autolimitaciones metodológicas de la ciencia;
sólo un paso injustificado del postulado a la afirmación permite el
cientificismo y el ateísmo ideológicos. Es completamente posible que las
afirmaciones religiosas consistentes con los hallazgos empíricos de las
ciencias naturales y sociales sean ciertas. Por lo tanto, los historiadores de
la religión no sólo no necesitan asumir que el ateísmo es verdadero en sus
investigaciones, sino que tampoco deberían hacerlo si quieren comprender a las
personas religiosas en sus propios términos, en lugar de imponerles una
ideología no demostrada e indemostrable. Las exhortaciones al pensamiento
crítico se aplican no sólo a las opiniones religiosas, sino también a las
seculares examinadas acríticamente”.
Así las
cosas, ¿qué puede y debe hacer un historiador católico?
En su obra Dios, la
historia y el hombre (Eds. Encuentro,
2018), el Dr. Rafael Sánchez Saus plantea una profunda reflexión sobre el
inagotable problema del significado y el progreso de la historia y de la
presencia de Dios en la historia y entre los hombres, un asunto que los historiadores llevan décadas sin abordad;
“un ejercicio, el de hacer historia – afirma el autor, en que se ha sustituido
la visión de conjunto; y por ello el historiador de a pie ha perdido la
capacidad de una cosmovisión que otorgue finalidad a los hechos que
estudia. La radical negación del Dios cristiano propia del posmodernismo ha
sido la causa, aunque es evidente ya que apartando a Dios del estudio de la
Historia se ha empobrecido la misma tarea investigadora y de explicación de los
hechos y dinámicas históricas. Dios
ha creado un orden, un cosmos que el
hombre necesita y al que aspira. Al intentar ignorarlo o negarlo, la modernidad
y la postmodernidad han necesitado sustituirlo por alguna versión secularizada.
Si al investigar la historia se pretende que no
hay sentido, lo que queda es una sucesión de acontecimientos arbitrarios cada
vez estudiados de manera más superficial, convertidos en meras descripciones,
sin entrar en las ideas, que son cada vez más pobres.
¿Qué ocurre entonces cuando un católico se propone estudiar
la Historia como disciplina académica? ¿Cómo conciliar la convicción de la
actuación de Dios en la historia con la realización de estudios científicos y
académicos de la historia? Sánchez Saus pone a cada historiador católico
ante una reflexión personal necesaria, porque “justamente a través del estudio
de la historia se busca ir atisbando la acción de Dios sobre el mundo”,
considerando que “dos son las posturas que se pueden adoptar en la manera de
interpretar la historia: la aceptación del azar como motor de la misma o la
convicción de que Dios, a través de su Providencia, va llevándola de la mano.
Esta opción ofrece “la posibilidad de considerar los hechos históricos a la luz
de la Revelación con lo cual podemos explicarnos la esencia íntima de muchos
acontecimientos”. Y ya hemos visto en el artículo de Brad S. Gregory que
precisamente el postulado metafísico del
naturalismo y su epistemología empirista correlativa constituyen autolimitaciones
metodológicas de la ciencia.
De hecho,
la misma Iglesia nos ha proporcionado a los historiadores profesionales
católicos indicaciones para no caminar a ciegas en esta cuestión: se trata de la
carta apostólica Saepenumero
Considerantes del Papa León XIII, “Sobre el estudio de la historia de la
Iglesia”, escrita en 1883, con motivo de la apertura del Archivo Secreto
Vaticano (traducida y comentada por el P. Javier Olivera Ravasi, puede leerse
aquí: https://historicamenteincorrecto.files.wordpress.com/2014/11/saepenumero-considerantes-traduccic3b3n-con-notas.pdf). En
ella, el papa plantó los principios rectores que deben guiar a todo historiador
católico que se precie de serlo”. Básicamente, el planteamiento del papa es el
que la Iglesia ha hecho siempre: la
búsqueda de la verdad, analizando los hechos de manera no tergiversada, sin
opiniones prejuiciosas.
Al
referirse en concreto a la construcción historiográfica de la leyenda negra
sobre la Iglesia, León XIII observó cómo no sólo se han tergiversado
acontecimientos del pasado, sino también inventado historias falsas y ocultado
hechos ciertos, con el fin de arrebatar y difundir los que parecían más
fácilmente motivo de espectáculo y de burla para la multitud siempre ávida de
escándalos (…). Maquinaciones que se dan aún muy activamente en el siglo XIX
mediante la ciencia histórica que, en palabras del pontífice, “parece ser una
conjura de los hombres contra la verdad”. Se lamentaba proféticamente el papa
de cómo, en su tiempo, este modo de hacer historia había invadido incluso las
escuelas.
En esta
carta apostólica, León XIII añadió un elemento capital para los historiadores
católicos al afirmar que “no se trata sólo de estudiar la verdad, sino también
de ser sus defensores”, con el fin de contrastar la desinformación y la
tergiversación de los hechos históricos, “dedicándose con empeño a fin de que
las disciplinas históricas, tan nobles como son, no se transformen en una
fuente de grandes males, públicos y privados”. Para ello, el papa exhortaba a
que “los hombres de bien, documentados y competentes en estas materias se
dediquen con esmero a escribir textos de historia con el fin preciso de hacer
aparecer aquello que es auténticamente verdadero y de refutar, con doctrina,
las injurias criminales que ya hace demasiado tiempo vienen acumulándose. A la
endeble narración se opongan la fatiga de la investigación y la reflexión; a la
temeridad de las afirmaciones, la prudencia del juicio; a la ligereza de los
prejuicios, la profunda clasificación de los hechos. Con todo esfuerzo deben
ser repudiadas las mentiras e invenciones, ateniéndose a las fuentes; en la
mente de quien escriba esté bien presente en cada momento, que “la primera ley
de la historia es que no se ose decir nada falso, ni esconder nada de la
verdad”; para que, al escribir, no existan sospechas de partidismo o
aversiones” (…)”.
Publicado en InfoVaticana el 21/7/2024.
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